Cuan pusilánime exhalación,
de aquellas cuya ausencia de dignidad o de valía no le permiten ser calificadas
como suspiro; se deslizan las palabras y vítores de exaltados oradores cuya
cobardía, conformidad y apatía les impide transformarlas en realidad.
Eunucos de la voluntad,
quienes escogen construir un soliloquio de lamentos a partir de un enfoque tan
cerrado y obtuso como el plano personal, dejando de lado la importancia de la
cohesión nacional.
Parásitos de victoria,
acusadores de derrota. De ellos que se esfuerzan en jurar con todas sus
energías de pertenecer de manera perenne, estoicos en toda vanguardia
belonaria. Se enaltecen y ofrecen de resguardar la primera línea y emulando a
las máximas del Temple, aseguran ser los primeros en llegar y los últimos en
retirarse del campo de batalla.
El mundo moderno
pareciese estar plagado por ésta suerte de alimañas, que sólo infectan con sus
mordidas a cualquier cuerpo social al cuál tengan acceso. Como hábiles
demiurgos planean el día de la batalla final, para luego cubrir su ausencia con
alguna excusa barata.
Me atrevo a afirmar,
que el anhelo por lo pasado, el deseo de emular los héroes del ayer, tienta a
muchos de los individuos de hoy en día. El problema radica en que no es
suficiente una mera semejanza estética, es necesario asumir un cambio radical
en la esencia de nuestro espíritu. El odio hacia lo efímero y material, ha de
ser tan profundo como el amor hacia lo trascendental y metafísico.
Por ello, exhorto a
todo aquél deseoso de inmolarse por el renacer de occidente, a retomar el
concepto de la “palabra dada” que tenían nuestros ancestros. La tradición oral
tenía un encanto hoy en día desconocido, y era precisamente la sacralización
del verbo. Ante la ausencia de complicados códigos impersonales escritos,
existía el verbo directo y personal que comprometía la integridad moral de
quién la profería.
Derecho positivo,
telaraña de leyes sintéticas que, en ocasiones, olvidan el espíritu de lo noble
y lo justo.
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