Ya el martillo filosófico se encargó
de demoler todo vestigio de moral. Los valores que inspiraron épicas
gestas espirituales recibieron la maldición del olvido, veneno de
larga duración con graves efectos post mortem.
Hace casi un milenio que con la
fiereza del león, Urbano II decretaría “Dieu le veut”, lanzando
con un grito perenne las saetas espirituales de occidente, los más
valerosos guerreros de Europa la vieja, espadas se abalanzaban por
una conquista metafísica.
¿No es acaso el cruzado, el ser más
glorioso de entre los dadores de muerte? Renuncia sin impedimento
alguno al cómo dominio material para embarcarse en una pugna cuyos
fines últimos trascienden épocas y vidas.
Quien arriesga su existencia por
beneficios materiales, obtiene la retribución gozosa de la paz, pero
quien sea capaz de entregar su vida por una causa metafísica,
forjará con su espíritu un legado verdaderamente inmortal.
Más allá de las connotaciones
políticas que hicieron posible la existencia de las cruzadas, y
vislumbrando un panorama aún más elevado que obvie los intereses
materiales que en su momento tuvo el clero y la nobleza, nuestro
deber es rescatar y asumir la responsabilidad de honorificar como
arquetipo de vencedor al cruzado, cuyo afán de obtener frutos
espirituales de sus pugnas materiales coloca a su existencia en un
plano que trasciende el tiempo.
Es el cruzado un profeta de la
Voluntad de Poder, una catequesis ambulante cuyas enseñanzas son
impartidas por la acción en lugar del verbo. La cruzada es la
cúspide olímpica de la acción, la forja que endurece al alma
penitente y le convierte en una sublime espada, gracias al calor de
la batalla y a los golpes constantes de aquél sabio herrero cuyo
sutil martillo llamaremos “embates del destino”.
Bendita sea la calamidad, porque en su
seno se haya el néctar de la fortaleza.
Σοφíα
και θέλημα
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